Cerré finalmente el libro con un sonido seco y saqué el móvil para mirar la hora. Era ya media mañana, por lo que probablemente enseguida el resto de estudiantes ya despiertos tras el descansado sueño que te lleva de viernes a sábado podrían aparecer en cualquier momento en la biblioteca. Me levanté con el libro bajo el brazo para llevármelo a la habitación con la esperanza de terminarlo allí.
Subí las escaleras sin prisas con la mente en blanco sin pensar realmente en nada. Mis pasos se dirigían automáticamente hacia el destino acordado sin necesidad de mandar de nuevo las órdenes. No necesité mirar el número de la habitación para reconocerla como la mía. Abrí la puerta y entré. Volví a abrirla y salí para asegurarme, ahora sí, de que el número de la habitación era correcto. Lo era. Volví a entrar y miré el niño que yacía echado en la cama del otro lado de la habitación. Por unos momentos la confusión siguió rigiendo mi cabeza, nada de ello mostrado por mi expresión, hasta que cobró sentido. Bien, Kei, se terminó la tranquilidad, ya tienes compañero. Suspiré resignado, era obvio que pronto tendría que compartir la habitación, si bien había esperado que tardasen un poco más.
Le eché de nuevo una mirada especulativa recorriéndolo de arriba abajo. Joven, tal vez un par de años menor que yo. Por su postura podía deducir que no se había quedado dormido de forma premeditada. Calzado puesto, tirado de forma desmadejada, probablemente el sueño lo sorprendió intentando mantenerse despierto. Sería cosa de esperar a que despertase para saber cómo era su forma de ser.
Conociendo de antemano el fastidio que provoca que te despierten según te quedas dormido (y por las arrugas de su ropa así era), me descalcé y me tumbé en mi propia cama, con la intención de aprovechar el rato continuando mi lecura hasta que despertara. Me relajé y me sumergí en la lectura, pero manteniendo un ojo avizor para percatarme de cuando despertase.